“Sí, la atracción que son capaces de despertar los hombres decae mucho, bruscamente, después de los cincuenta; la de las mujeres después de los cuarenta.
Menos mal que era un pensamiento inexpresado…
Había casos distintos, excepciones, personas que sentían muy distinto, personas que hasta en la carne mustia veían carne apetitosa o, al otro extremo, personas dedicadas a dietas infernales de convento, a ejercicios incansables, a abdominales, trotes, sudores, sufrimientos de atleta.
Pero llegaba un momento en que era inútil.
Intervenían los cirujanos plásticos, ayudando algo con la firmeza de las nalgas, con la turgencia del seno, con los depósitos de grasa en la papada, disminuyendo la grasa del vientre y las patas de gallo de los párpados.
Estaban las tinturas para teñir el pelo, las lociones, las cremas, las mascarillas, los tratamientos de mar, de sol, de agua, de barros.
Sí, hombres y mujeres buscaban cada vez más antídotos contra el envejecimiento. Luchaban por no sufrir ese proceso que les indicaba el deterioro, por no sentir ante el espejo el paso de animal grande de la muerte.
Pero era inútil; tarde o temprano casi todo era inútil. Llega un momento en que no se es atractivo para nadie, el mismo cuerpo que había sido punto focal de apetitos, se vuelve una especie de repelente sexual”
( Héctor Abad Faciolince. “Fragmentos de amor furtivo.”)